Ser político debería ser un gran compromiso. Con la gente. Con el país. Con la historia. Se llega para servir a los demás. A buscar la forma de cambiar la vida de los millones de personas que viven en condiciones de mucha pobreza. Miseria. Desesperación. Olvido. Es como si la vida le diera la oportunidad a una mujer, a un hombre, de ser la llave para que la existencia de su gente cambie y sea feliz.
Ser político es ponerse a trabajar por el bien colectivo. El de todos. Sin distinción de ninguna clase. Es dejar atrás la ambición de que solo su vida alcance una transformación material.Porque cuando se nace en países como el nuestro, con tanta desigualdad, tanta carencia, es necesario comprender que la vida del otro es de pura subsistencia.
El político debe luchar en contra de su propio afán de llenarse de todo el lujo posible pues, al final, cuando cierre los ojos, y deje este plano de la existencia, nada se llevará, más que aquello que hizo por los otros. Los olvidados. Los desarraigados.
Cuando esos políticos fueron niños, seguro eran la esperanza de sus padres. Su ilusión. Su alegría. Los miraban y se sentían orgullosos de lo que habían procreado. Pensaron que iban a cambiar el mundo. Por que los veían inteligentes. Listos. Atentos. Asombrados. Bellos. Y jamás les pasó por la mente que podían convertirse en seres llenos de egoísmo. Frívolos. Desamorados. Ambiciosos.
Jamás creyeron que fuera a transitar por el mal camino. Lo veían tan lleno de amor. Creciendo sano. No estaba en su mente que cuando se convirtiera en político, quisiera todo para sí. Que fuera a sacar ventaja de manera abusiva y prepotente de su carrera. Que se fuera a beneficiar olvidando la educación recibida en casa.
No le dijeron que el político solo debe buscar el hacer fortuna, a toda costa. Eso no le enseñaron. Eso lo aprendió con sus pares. Sus colegas. Sus amigos. Con el partido. Con la militancia. Oyó decir reiteradamente, que aprovechará, que la vida era para los vivos. Y aquel niño, aquella niña que pintaba para grandes cosas, corrompió su alma. Se vendió al mejor postor. Olvidó principios. Valores.
Soñó que un día sería presidente. Pero llegó a ser diputado en aquel país tan desigual. Racista. Clasista. Discriminatorio. Y su vida cambió para siempre. Del sueño, pasó a la realidad. Se dio cuenta que tener dinero, era fácil. Que cuatro o bien ocho años son suficientes para que la cuenta en el banco se hiciera grande. Millonaria.
Se encontró con otros igual, o peores que él. Sin el más mínimo amor por la gente, más que por el poder. El dinero. La fortuna. Los viajes. Los trajes caros y a la medida. Y esa magia, esa atracción por lo material, le robó el gusanillo que él era el político perfecto para cambiar el país.
Tiene una nueva filosofía de vida. Se la copió a los otros: la vergüenza pasa, el dinero se queda. Le tiene sin cuidado que lo señalen de corrupto. Que las redes sociales le digan hasta de qué se va a morir. Los memes que a diario se publican, ni siquiera los ve. Aprendió que lo mejor cuando se es político, es ser como una tortuga. Mete la cabeza, y el duro caparazón le cubre de los trancazos mediáticos.
Ser político le cambió la vida. Claro. Ahora tiene una residencia que parece un palacio. Un carro último modelo. Se trae ropa del extranjero. Luce un reloj que antes los veía en los anuncios en la muñeca de Cristiano Ronaldo. De Bill Gates. De Brad Pitt. Es más, ahora lo invitan a recepciones y fiestas, exclusivas. Donde se codea con quienes tienen dinero. Y los abraza. Adula. Y se pone a sus órdenes, como una alfombra persa.
Ha visto como algunos de sus colegas en el hemiciclo ahora tienen fábricas. Empresas. Fincas. Y más de uno, posee distintos relojes de treinta mil euros. Esos son los que trabajan para el narco. Ahí, no quiso meterse. Para qué. Si el dinero igual llena de otra forma, más honrada, dice.
La gente, esa que vive en su país, ya no le importa. Dejó de importarle. Hace poco. Hace mucho. Vive en otra dimensión. Insonora. Inalcanzable. Única. Personal.