Por Haroldo Sánchez
¿Qué pasa en el país? ¿Dónde quedó la ilusión que genera la llegada de un nuevo gobierno? Cada cuatro años, la historia se repite. Con cada elección general, la población entusiasmada vota pensando que su vida cambiará. Es algo innato en el ser humano, el creer que la esperanza de un mejor destino está en las manos del otro. Y allí es donde los políticos ocupan el espacio que debería llenar la realidad: son las personas las que deben luchar por salir adelante, exigiendo el cumplimiento de todas las promesas de campaña.
Pero no. Se vota, se regresa a casa y la vida sigue igual o peor, depende del lugar donde se nació. Guatemala es un país del eterno retorno. La historia se repite, una y otra vez. Como una terrible pesadilla, de esas que se tienen cada noche, hasta el extremo que lleva a la persona a no desear cerrar los ojos, por miedo a volver a vivir ese mal sueño.
Y se vive atrapado en la telaraña de la desilusión, como mosca en los finos hilos del engaño, que sale de la boca adiestrada del político de turno, o del de siempre. Llega el llamado para cumplir con la obligación ciudadana del voto, con el pretexto de que esto es vivir en democracia. Ah, y que se tiene la obligación de cambiar a las autoridades de gobierno. Aunque solo sea cambiar al presidente, porque los alcaldes y los diputados pueden estar en sus puestos ad eternum, es decir, hasta que se mueran.
¿Quién exige que cumplan las promesas de campaña? ¿Quién protege al votante después de haber electo a esos funcionarios? ¿Existe acaso la posibilidad de que el arrepentimiento se convierta en algún tipo de acción? Sí, dicen los más optimistas: pueden gritar todo lo que quieran, o insultar en silencio o a voz en cuello. Pero nada más. Solo eso. Sacar la frustración ciudadana es una de las opciones, aunque al final, alguien puede decir que no sirve de nada. Es como pegarse contra una pared insensible y fría. Nada cambiará y solo dolerá la cabeza.
Son cuatro años, en el caso presidencial, y muchos años más en los otros casos de alcaldes y congresistas, donde solo queda la esperanza de que las cosas cambien cuando llegue el nuevo gobierno. O sea, hay que esperar en silencio y con resignación, que pasen cuatro años para ver si aparece alguien mejor del que se eligió. ¿Saben cuántas décadas han pasado desde que se razona de esta manera? Décadas y décadas, de vivir en el engaño que pronto llegará el mesías de la política, que cambiará el destino de este país sumido en continuas desilusiones.
La gente se acostumbró a que es mejor callar. A no decir nada. A que las cosas sigan su curso, aunque se vea cómo los políticos se roban los recursos, además de la ilusión. Eso sí, como ocurre en cada sociedad, están los que jamás se rinden, ni bajan la cabeza ante el “puto amo” de la política local. Esos que son como la sal de la tierra, nunca están conformes ni aceptan que siga el engaño y ya no se creen en ninguna promesa por más que esté adornada con cancioncitas y regalos.
Callar para esos guatemaltecos, no es una opción. Callar es morir un poco, y ellos se resisten a quedarse mudos ante la injusticia, el robo descarado de los recursos del Estado o de la comuna. Son los que no aceptan la venta de la dignidad, menos de la tierra, de los bosques, de los ríos. Se aferran con energía a creer que con su grito se puede despertar la conciencia de los demás. Son ellos los que nunca aceptaron ponerse de rodillas para que otros se les subieran encima. El silencio de los demás, los impulsa a no seguirlos. Aunque por esa razón pueden ser perseguidos e incluso, algunos, capturados y los menos afortunados, asesinados.
Es el precio que se paga cuando no se calla. Pero está asumido. Saben que a lo único que le deben temer es al miedo mismo. El miedo que paraliza, que elimina conciencias, ese que lleva a aceptar la sumisión como algo normal, que no le preocupa la entrega de las riquezas naturales, y la protesta está lejos de su ser. Así que se coloca del otro lado, y decide buscar a sus pares, los que, como él o ella, tiraron la venda de los ojos al bote de la indignación.
Aceptar que los políticos sean así, ya no es ninguna opción. Hay que seguir denunciando a quienes no cumplen los ofrecimientos de campaña. Hay que recordarles cada palabra que expresaron cuando estaban desde las tarimas, o se pusieron frente a un micrófono para decir que eran el cambio, los salvadores, los diferentes, que no iban a ser como los que en ese momento gobernaban. Hay que estrellarles sus propias palabras, cuando ya en el poder, se dedican a robar en lugar de gobernar. Hay que romper finalmente, con aquello de que cuando cumplan sus cuatro años, la gente volverá a tener la ilusión que llegará al fin, el salvador del pueblo.