Por Haroldo Sánchez
El nuestro es un país con tantos problemas por resolver, donde la misma sobrevivencia es de por sí una lucha constante, y la crisis política y social que se vive en Guatemala pasa a un segundo plano, al existir una separación entre ambas realidades: la de la mayoría de mujeres y hombres y la del país. El primero se levanta todos los días a luchar frente a un mundo que es indiferente a sus retos, luchas y problemas, donde a nadie le importa si come, si tiene dónde dormir, si tiene trabajo, si puede hacer frente a los pagos, a los compromisos, si tiene pan en la mesa o techo sobre su cabeza.
La inmensa mayoría de guatemaltecos y guatemaltecas, hoy en día, no tiene esperanza de que su existencia cambie. Pasan los años, llegan gobiernos y todo sigue igual o se pone peor. No están al tanto de las noticias y cuando las escuchan, las ven, o les cuentan, la realidad que le muestran no es la suya. Parece que hablan de otro país. Si se enferman no hay quién por ellos. Cuando van al hospital saben que, aunque estén muy enfermos, tendrán que pasar horas haciendo cola para ser atendidos y cuando tienen esa suerte, no hay posibilidades de poder comprar la medicina que les recetan.
Eso al vivir en la capital. Pero igual, si viven en el interior del país, es la misma puesta en escena: hospitales nacionales sin medicina, sin infraestructura, sin personal suficiente, ni insumos médicos. Entonces, enfermarse en Guatemala puede significar la muerte para cualquiera de los que no tienen ninguna posibilidad de acceso a la medicina privada, que son millones de personas las que están sin ninguna cobertura en el área de la salud pública.
Esto por hablar de la salud. Si vamos a la educación, ¿qué cambia? Nada. El Estado es indiferente si van o no a la escuela. Existe una estructura que parece estar dirigida a que haya más personales sin una educación formal, porque es mano de obra barata, que pasa a formar parte de esos guatemaltecos y guatemaltecas sin esperanza ni ilusión, que solo trabajan desde niños y niñas, hasta que se vuelve ancianos, en lo que pueda salir cada día “para irla pasando”. Olvidados de siempre, dejados de lado por el sistema que solo los usa para sus fines.
Escuelas sin maestros, sin techo, sin paredes, sin escritorios; maestros que dan primero, segundo y tercer año primaria en el mismo espacio, o bien cuarto, quinto y sexto. Con niños y niñas que no desayunan, desnutridos la mayoría, cuyo destino es no terminar el año porque tienen que trabajar ayudando a los padres a sostenimiento del hogar. Es la explotación infantil laboral, que le dicen los que la denuncian y que ven que sus esfuerzos no logran cambiar esa terrible realidad.
Mientras tanto, como ocurre con el tema de salud, los sindicatos salubristas y el del magisterio, toman las calles y sus dirigentes hacen tranzas con el gobierno para sacarles plata, pero no para mejorar estos sectores, sino para el personal y una buena parte va hacía los líderes que luego se sientan con los gobernantes con quienes se toman un café o un buen trago y se les hace creer que son sus “amigos”, cuando en realidad los chantajean para “no paralizar el país”.
MÁS POBRE QUE HAITÍ. Cuando se hace eco una publicación que coloca a Guatemala encima de Haití, se arma el escándalo, ponen el grito en el cielo y saltan los defensores gratuitos del sistema de opresión ofendidos por la comparación. Pero ¡oh!, son los que no van a la periferia de la ciudad, a las aldeas, a las poblaciones más alejadas, ni a las comunidades indígenas desalojadas para ver la pobreza en su real dimensión. Esos lugares donde llegar a los 5 años es un milagro, donde la desnutrición, la falta de comida, es la única constante que conocen. No hay que olvidar que la pobreza es el gran legado que han dejado los gobiernos durante más de 60 años (68 años para ser exactos), un tiempo donde han proliferado “los nuevos ricos”, “los ricos emergentes”, esos que desde el Estado dan el gran salto hacia riquezas que se logran con la miseria de los otros, de los olvidados y desheredados de la Tierra.
Son los políticos que prometieron que iban a cambiar la vida de las guatemaltecas y los guatemaltecos, sin mencionar que se referían a la propia, a su familia, sus amigos, sus financistas, los caciques de los partidos. Aquellos que salieron de la clase media para codearse con la élite económica, que los acepta por sus millones, mas no por sus apellidos, porque saben de dónde llegaron y con quienes hacen negocios porque aquí lo que manda es el dinero y no el origen de estas fortunas.
¿Qué puede cambiar con las próximas elecciones? Nada o casi nada. La gente se pone en manos de los políticos que ahora les dan regalos, les prometen un futuro mejor, y aunque saben que nada cambiará en sus vidas, serán los que pondrán el voto en la urna para regresar el “favor recibido”. ¿Tiene alguna culpa la gente que hace eso? No. No hay culpa en ellos, porque “la necesidad tiene cara de chucho”, y las mafias políticas lo saben.