por Joseaugusto Mejía
Habrá que lanzar la pluma y ver por dónde aterriza, pensé, cuando me disponía a escribir de nuevo. Pero era difícil. Poco había cambiado desde la última vez: seguíamos confinados, saliendo mínimamente, cuidando las distancias en la calle; siendo clínicos y minuciosos en la casa, contando los días y los muertos, sumando los infectados. Esperando. Y es difícil escribir así. La realidad interior puede ser redundante si se encuentra inmersa en el solipsismo y sus reflejos oscilantes. Pero la pluma no terminó de caer cuando de golpe la realidad estalló y se metió con justo desparpajo por las ventanas. Así, de pronto, el pulso de las calles se acelera. Aúllan las ambulancias, patrullan los policías, y la noche parpadea azul y roja resonando el vaivén de las sirenas. Por el teléfono, que también aúlla, me entero que en unos minutos se pondrá en efecto un toque de queda prohibiendo la circulación pública más allá de las 8. Y es apenas el inicio, pues la rueda de Ixión gira otra vez y los versos tristes del tiempo disponen ya sus tropos y tropelías. Es doloroso, aunque no es nuevo. Apenas una ronda más de ese pulso herido que regresa una y otra vez, y otra vez y una, sobre la cara lavada de este país, que demasiadas veces ha escondido sus vergüenzas debajo de la alfombra. Y esta vez, la historia regresa anunciándose como tragedia, reiterando su rima macabra:
- El día de su muerte, el anciano ex-marine Kenneth Chamberlain Sr.
dormía apacible en su habitación. Eran las 5 de la mañana del 19 de noviembre
cuando un grupo de policías violentaba su puerta. A pesar de advertirles
repetidamente que se encontraba bien, y de pedirles a gritos que lo dejaran en
paz, la policía forzó su entrada, tumbó la puerta y tras confusiones y forcejeos
terminó matándolo.
- Eric Garner, quien presuntamente vendía cigarrillos sueltos en una calle
de Staten Island, y fue confrontado y asfixiado por la policía. Sus últimas
palabras fueron: «I can’t breathe». (2)
Las mismas palabras que George Floyd (mayo de 2020, muerto en Memorial
Day, curiosamente el día que se recuerda a los caídos en guerra) pronunció
antes de expirar sobre las rodillas de 4 policías.
Muerto igual que la médica Breonna Taylor (marzo de 2020), quien después de
una jornada al frente de la lucha antiviral contra la COVID-19, fue asesinada
en Kentucky –como le sucediera a Kennet Chamberlain Sr. – mientras dormía
en su casa.
Muerta igual que Ahmaud Arbery (febrero de 2020), quien corría
pacíficamente por las calles y fue perseguido como un ladrón.
Muerto igual que Trayvon Martin (febrero de 2012), cuya muerte originó el
movimiento Black Lives Matter.
Y un largo, largo etcétera que se remonta hasta los lejanos campos de algodón.
Los asesinatos se repiten como los puntos enlazados de una larguísima línea que continúa dibujando la eterna fractura de esta nación. En 1903 El filósofo afroestadounidense W. E. B. Dubois habló de la «línea de color» –que demarcaría los problemas interraciales durante el siglo XX– aludiendo a la fractura esclavista que precedió a la fundación del país y que llevaría luego a la Guerra de Secesión. Ambos costados de la línea encontraron una conciliación aparente en la declaración de los Derechos Civiles de 1968, que detrás de la voz profética de Martin Luther King Jr. vencería a las regulaciones segregacionistas de Jim Crow. Pero el triunfo nominal del 68 no bastó para suturar las fallas estructurales que hoy supuran por la herida. Y es que la nominación y las buenas leyes no son suficientes para una población que sigue sufriendo violencia estructural y racismo sistémico por el único hecho de ser. Lo saben bien los más golpeados de esta pandemia, que tras su paso ha revelado una topografía social profundamente dispareja que persiste en los fundamentos de la nación. Y aunque el virus no distingue clases o identidades raciales, no es el gran igualador que muchos anunciaran, ya que el acceso a los cuidados y las condiciones prevalentes de los segmentos sociales distinguen nítidamente la capacidad de respuesta y la probabilidad de supervivencia. (3)
El asesinato, a sangre fría, de George Floyd fue el detonante de un campo minado por siglos de indiferente negligencia. Y mientras Estados Unidos arde –literalmente– en medio de movilizaciones masivas de dimensiones desconocidas desde los años 60, el tuitero en jefe se acerca a las llamas con combustible y amenaza, bunkerizado en la Casa Blanca, con invocar el Insurrection Act, una ley de 1807 que permitiría tomar el control de las calles por las fuerzas del ejército. La retórica presidencial, también incendiaria, azuza aún más los fuegos empleando un discurso durísimo, purgado de toda empatía y con guiños inequívocamente segregacionistas. En varias ciudades han sobrevolado helicópteros militares, intimidando desde los cielos a los manifestantes (en mayoría pacíficos) con gestos guerristas, y confrontándolos desde el suelo con escuadrones policiales que regurgitan gases lacrimógenos, espray de pimienta y balas de goma. La respuesta de las fuerzas de la ley y el orden sigue siendo enormemente desproporcionada, reiterando en muchas ocasiones los mismos abusos y excesos que son el objeto de la indignación, y provocando, aún más, muertes accidentales o injustificadas. Las protestas, que en muchísimos casos han desafiado el toque de queda, agitan al día de hoy a más de 400 ciudades en los 50 estados, y cuentan ya con más de 11,000 arrestos. Con las consideraciones del distanciamiento social relegadas por la justa rabia que planea por las calles, se prevé próximo un grave resurgimiento infeccioso.
¿Y por qué es tanta la indignación? La muerte de Floyd, (un desempleado más por causa de la pandemia), tocó el nervio central de una trama amplia y enrevesada de acumulaciones históricas y pólvora reciente: además de la exclusión inercial de siglos, hoy el país se desangra con casi 2 millones de infectados, 110,000 muertes, y cerca de 43 millones de desempleados. Los bancos de comida, que han asistido a los millones de afectados que se acumulan en los márgenes, están acercándose al colapso y, mientras los astronautas norteamericanos sobrevuelan de nuevo el espacio exterior, the land of the free and the home of the brave (4) se resquebraja internamente. Por el momento no aparece ningún horizonte creíble que sugiera una reconstrucción social. Más bien se perfilan indicios inequívocos de una sociedad profundamente desgarrada que implosiona y de un orden político en gran medida deslegitimado, que para persistir se ha convertido en un Saturno que devora a sus hijos, los que hoy son barridos de las calles tras la creciente militarización del aparato estatal. Así sucedió el día que frente a la Casa Blanca (construida mayoritariamente por afrodescendientes) las calles fueron “despejadas” violentamente por las fuerzas armadas, que cargaron contra la manifestación pacífica para que el presidente, con ademán triunfante, cruzara y se fotografiara sosteniendo una biblia. Detrás de St. John’s Church, irónicamente, se leía «all are welcome» (5). Después de los hechos recientes, solamente los incautos verán en esa fotografía alguna coincidencia con el mensaje cristiano. Por otro lado, los monumentos pintarrajeados en Washington D. C. y en otros lugares, parecieran cerrar el círculo. Desvelados nuevamente en su origen ignominioso, nos recuerdan lo que Walter Benjamin apuntara hace 80 años: «No hay jamás un documento de la civilización que no sea a la vez un documento de la barbarie».
La esperanza, en la tierra de Washington, empuña hoy la mano y grita sin freno su
indignación. Las condiciones para una contestación por la vía electoral y para la
reconstrucción por la vía política están dadas. Joe Biden, si es inteligente, sabrá articular un
movimiento reivindicativo laclausiano(6) , cifrando como punto de amarre el poderoso símbolo dela muerte de Floyd. Pero esta vez, al parecer, las políticas identitarias de los Demócratas no serán suficientes para movilizar la esperanza hacia sus cauces. El movimiento solo tendrá éxito institucional si es capaz de conjugar coherentemente reivindicación comunitaria con justicia social, articulándolas mediante una construcción política concreta, y dibujando un arco propositivo que también recoja el testigo del legado histórico de íconos como Angela Davis o Malcolm X, pensadores que supieron entender la intimidad estructural compartida entre racialización y clase. El Green New Deal, como horizonte de reconstrucción inclusiva, es una oportunidad que no debiera ignorarse. El tiempo de la mera gobernanza y la administración parece agotado. Es hora de la Gran Política. De la política en serio. Para que la historia no se repita como una maldición, debemos transformar el marco cognitivo con que la interpretamos. Cualquier atisbo de reconciliación pasará primero por el reconocimiento del otro en su otredad. En Estados Unidos, empezará por reconocer la línea de color que ha persistido demarcando la herida social que fundamenta y recorre la historia de este país. Otros países, con heridas equivalentes –como Guatemala–, deberían verse reflejados y mirar hacia adentro. La reconciliación no se logra basándose únicamente en buenos decretos y buenas intenciones. Las estructuras persisten y condicionan demasiado, y para cambiarlas antes es preciso aprender, comprender, y, sobre todo, escuchar. Escuchar al otro.
Hoy, cuando den las 8, silenciaré el teléfono. Guardaré la pluma en el tintero y mientras el pulso de las calles queda afuera, revisitaré la áspera luminosidad de Toni Morrison y su The Bluest Eye, y pasaré las páginas al compás sinuoso y melancólico de Miles Davis y su Kind of Blue.
California, 5 de junio de 2020
1.Y he aquí la tragedia de nuestra era: no que los hombres sean pobres –todo hombre conoce en cierta medida la pobreza–. No que los hombres sean malvados –¿quién es bueno?–, no que los hombres sean ignorantes –¿qué es la Verdad?–. No, la tragedia es que los hombres conocen tan poco de los hombres.
2. «No puedo respirar»
3 El COVID Racial Data Tracker, desarrollado entre otros por el Dr. Ibram X. Kendi, revela como la
pandemia se ha ensañado notablemente sobre las minorías racializadas: los americanos nativos, los
hispanoamericanos y sobre todo los afroamericanos, que mueren 3.5 veces más que la media, representando
el 24 % de las muertes por el virus y siendo 13 % de la población.
4 «La tierra de los libres y en el hogar de los valientes».
5 «Todos son bienvenidos».
6. Por Ernesto Laclau.
Edición Factor 4
Me encantó! Realidad absoluta que también Guatemala vive
Me encanta!