Por Joseaugusto Mejía
In memoriam
La primera vez que lo vi, Alan me abrió su casa. Y su casa era un mundo. Al traspasar la puerta me dijo que sus padres internacionalistas, le enseñaron a buscar e interpelarse por lo extraño. Así, como un anfitrión de extranjeros improbables, me ofreció refugio y amistad. Ya desde esa vez recitaba como un mantra aquel poema de André Breton, 1Toujours pour la première fois, del que sacó varias pinturas biográficas. Lo recitaba como un texto sagrado que angulaba cierta luz de su sensibilidad. La última vez que lo ví nos despedimos frente a su casa en Londres. Me dijo que la frescura de esa tarde le recordaba un tiempo en retirada, que la sensación era idéntica a aquella otra del año previo, cuando al despedirlo en Manhattan me dijo que el frío de enero le estaba confiando al oído que jamás regresaría a Nueva York. Tenía razón.
Lo recuerdo especialmente en aquellas largas conversaciones que tuvimos. Su entidad era tan amplia que solía desbordarse en las palabras, y muchas veces resultaba arduo corresponderle con la misma intensidad y tesitura. Respiraba, sin tregua, el aire de los olimpos y su verso podía extenuar incluso al cultor más ávido del intelecto. Era capaz de literaturizar cualquier circunstancia, aún la que se aproximaba zafia y cotidiana, transformándola en texto para la gran narración de su existencia. Esa narración, tejida a conveniencia, lo rodeaba como un halo, como una entelequia hondamente enraizada en referencias culturales, filosóficas y políticas. Fue el existenciario que supo tejer para ser, hacer y sobrevivir; fue la cueva mágica que lo resguardó contra la intemperie de la vida que suele ser tan desatenta con los artistas. Después de conocerlo supe a un precursor y a un modelo: un creador sin descansos ni disculpas; un artista de todas las horas, incluso las del sueño, cuya impronta me marcó a fuego y me ayudó a modelar mi ética artística. Siempre que nos vimos en Londres o en Nueva York fue la alegría profunda, la intermitencia de cierta soledad existencial que no cesa, y fue el tiempo de conversaciones trepidantes de alta gimnasia intelectual y de disquisiciones penetrantes que alumbraban.
Con él recorrí muchas veces el MoMa, el Metropolitan Museum of Art, The Wallace Collection, la Tate Modern, la National Gallery. La primera vez vimos una integral de Dalí. La última una integral de Picasso. Como quien comparte el pan para el sustento, durante años intercambiamos cientos de películas, músicas y literaturas. Fue el único que siempre, sin excepción, respondió a los mensajes, a pesar de su desesperanzado antagonismo contra el mundo virtual. Fue también el único con quien tengo un epistolario abultado de –todavía– cartas manuscritas en papel. Pero sobre todo, lo admiré como creador, capaz de aggiornar los mitos y arcanos más significativos de Occidente, y recrearlos en versiones reinterpretadas o revisionistas, ajustándolas siempre a su proceso intelectual, tamizándolas lento por su sensibilidad.
Apologeta sin ambages del humanismo, militaba con natural convicción prerrafaelita en la figuración y la narrativa, y aunque amaba y entendía al mundo después de Kandinsky, su pincel nunca se dejó seducir por lo abstracto. Brillaba con mayor intensidad en la interpretación de los mitos, y su capacidad imaginativa remontaba al desvelar la más recóndita psicología de los personajes que pintaba, situándolas –casi siempre eran ellas– en el momento clave que resumía su misterio. Esto resulta evidente en obras como 2The Resurrection of Ophelia (2008); Tristan and Isolda (2010); 3Persephone Rising (2010); o 4Salome Kissing the Head of John the Baptist (2008). También podía ser novedosamente lírico en las paráfrasis de hitos de la pintura occidental, como en 5Nude Study (2010) –después de Delacroix–; Batsheba (2007) –después de Newman–; o Das Nicht Nichtet (2009) –después de Münch–. O comentar, –agudo, mordaz y sin perder la compostura–, acusando desde el presente a las idealizaciones fundacionales del poder. Así en America America (2012) –sobre la segunda enmienda y la autarquía narcisista estadounidense–; 6Lament for Europe (2009) –sobre la decadencia occidental y su Ilustración declinante–; 7Liberty at the Tomb of Delacroix (2011) –¿en qué quedó la Revolución francesa, Marianne?–; o 8Jedem Das Seine (2008) –un homenaje a los migrantes, los refugiados y los sobrevivientes a los campos de concentración–.
Vivió con la modestia de un espartano, y aunque su sensibilidad y su mundo intelectual fueron los de un aristócrata, cada vez que la fruta cayó del árbol devoró su ambrosía como un sibarita. Soñador impenitente, buscó sin descanso la flor amarilla de la inmortalidad, y casi siempre supo encontrarla eterizada (indeed, Mr. Prufrock) en la superficie de sus cuadros. Como un sol itinerante, orbitó sistemas planetarios en pos de sus musas. Y aunque siempre esperó, en secreto, por la única, la inagotable, la definitiva, jamás la encontró. Así buscó a su Dulcinea, a su Beatrice, a su Nadja, a su Maga; y dejó, en telas misteriosas y tiernas, los registros de su ensoñación y su infortunio. Como buen revolucionario, fue un conservador sustancial: quería conservar lo irrenunciable en el ser humano, y construyó sobre ese suelo toda su cosmogonía. Su arte insistió en la nostalgia (9reversed metamorphosis, as Beckett told you), y miró hacia atrás en busca del sentido, que como tantas veces discutimos, la humanidad iba perdiendo. En las últimas conversaciones que tuve con él, predijimos las catástrofes que nos anegarían, el agotamiento de la hegemonía de Occidente y el ominoso final del humanismo, y compartimos un sentimiento de fin de época, alla Zweig, que –hoy lo vemos– se acentúa con insistencia. Lo inquietaba el futuro, que se le antojó inescrutable y hostil, y muchas veces me dijo que era tarea nuestra, de los jóvenes y no tan jóvenes, la de resistir o perecer. Aunque para él, al final de sus días, la lucha se resumió en enfrentarse con valentía a sus fantasmas, burlando hasta que no pudo más a sus heraldos negros, atendiendo con esperanza y compromiso a su jardín, el de las banderas japonesas que delimitan los equinoccios, el del árbol que crecía por dentro.
Como en el caso de todos los seres de luz, nuestra oscuridad fue su injusticia siempre que expropiados por la rutina, fuimos sombríos, ajenos y egoístas, indiferentes ante la buena nueva que nos traía. Con él compartí la fe radical en la redención salvadora del arte, y en la conjugación de un Humanismo integrado como vía regia de acceso a la emancipación. Y aunque el éxito –lo que el mundo llama éxito– le fue esquivo, entendió desde muy temprano el valor intrínseco de su obra. Así que depositó sus riquezas en sí mismo y en su enorme humanidad, echó a andar después de cada traspié y jamás desfalleció. Durante sus últimos meses, presintió un callejón sin salida. Entonces salió de su cueva mágica y como buen heideggeriano se fue despojando del existenciario que había construido para ser y hacer su obra, y a su manera, cortó poco a poco los hilos hasta terminar desprendiéndose. Ya remoto y deshabitado, se deconstruyó ladrillo a ladrillo como buen derridiano, y no cedió hasta disolverse cual grano de sal en el líquido primordial del que venimos. Vivió tantas vidas como pudo, y murió dos veces. La primera dijo haber encontrado los celajes coloridos de Turner esperándolo del otro lado. Fue quizás por eso que no temió despedir la vida en sus propios términos, y como un estoico, ver a Nihil a los ojos, sostenerle la mirada, y tras una mueca socarrona, decir la última palabra.
No como éstas, penosas, palabras. Palabras exiguas. Exiguas palabras, desamparadas, adelgazando hasta el blanco frente a la muerte, como gotas de agua encaradas a un sol infatigable. Incapaces ante la nueva dosis de veneno que recorre el oscuro corazón del mundo.
Me cuesta, me ha costado tanto llegar a esta memoria. Se me ha ido un amigo. Un hermano que fue más allá de la obstinación de la sangre. Hoy me pregunto quién me hablará –con la voz en staccato, las erres arrastradas de Escocia, y la sabia carcajada– de la luz material de Donald Judd. ¿Con quién hablaré de Derrida, de Foucault o de Zizek? ¿Con quién de Luce Irigaray, de Von Trier, de Barnett Newman, de Mahler o de Proust? ¿De Satie, de Frida Kahlo o de Schnittke? ¿De Marcel Duchamp? El silencio del nunca jamás contigo me ensombrece.
Pero he de traicionarme. Quiero traicionarme. Sé que habrá una mañana en la que el sol se enrede tarkovskiano en las cortinas. Serán las 4 de la tarde, la hora del té en La Pallete, y frente al retrato de Borges hablaremos otra vez de Derrida, de Deleuze, de Godard o de Cortázar. Y cuando la tarde decline y a lo lejos la lechuza de Minerva trascienda las montañas, saldremos a buscar esa luz que expira en el horizonte. Un mar glacial, fatigándose en la orilla, exhalará su vaho, anunciando el umbral de olas que azotan las fronteras del viento en el Thames o en Bay Ridge. Esa tarde sabré que tu espíritu despierta sobre las aguas, que Ophelia niega los siglos despertando, y que nervioso y renovado has obturado tu fruición sobre el rostro que allá se conjetura, entre árboles, nubes y cielo. Y sabré que un pincel ha encontrado su andadura sobre el lienzo ahogado en el blanco. Porque, amigo, hermano, maestro, sé que has encontrado, una vez más, la forma perfecta que se ofrecía en tu lienzo. Porque has abierto la puerta y el color es de nuevo un mundo que comienza a trazarse en ti, en tu tiempo recobrado, en tu presencia y ausencia mecida en fusión inevitable. Porque, 9don’t you cry, silly José. Look, ho ho, light is reverberating on your eyes. Always for the first time. Always for the first time.
California 15 de Agosto, 2020.
- siempre por primera vez.
- La resurrección de Ophelia.
- La ascendencia de Persephone.
- Salomé besando la cabeza de Juan Bautista.
- Estudio desnudo.
- Lamento y Europa.
- Libertad en la tumba de Delacroix.
- Cada uno a lo suyo.
- «No llores tonto Jose. Mira, ho ho, la luz está reverberando en tus ojos. Siempre por primera vez. Siempre por primera vez».
Edición Factor 4