Por Alvaro Montenegro
El Ministerio Público informó que el 14 de julio se condenó a 8 años de prisión a Ángel Raúl Reyes, por la quema del bus Transurbano durante la protesta del 28 de noviembre de 2020. Llama la atención la rapidez en lograr la condena, cuyas incidencias desconozco pero que el plazo en el cual se llegó al final del proceso es cortísimo comparado con la mayoría de los casos que inundan el sistema de justicia.
Esta acusación avanzó silenciosamente. Ni los medios ni las organizaciones les pusimos mucha atención más allá de un recordatorio de vez en cuando, en donde nos enterábamos que el MP aceleraba casos de criminalización contra personas que participaron en estas protestas. Recuerdo que personas en redes sociales intentaron culpar a la AEU de esta quema del bus, y ellos desmintieron y condenaron el hecho por medio de un comunicado.
Independientemente de si se cometió o no delito y si hubo o no infiltración de personas cercanas al gobierno para generar disturbios con el fin de crear zozobra y sembrar la percepción de que las protestas eran violentas, lo que se demuestra es que cuando se trata de excluidos, pobres, sin oportunidades y, en este ejemplo particular –como reportó La Hora–, de una persona con autismo, los casos sí avanzan con celeridad y contundencia.
La construcción de la delincuencia se da desde el imaginario social y cultural. Quienes delinquen en los bajos mundos, los drogadictos, quienes roban carteras, son vistos con desprecio y hay claramente una razón para ello. El sistema penal usualmente se dedica a perseguir a este tipo de delincuencia. Mientras que los poderosos, quienes dirigen la política, que trafican influencias para obtener contratos con el Estado y financian a los partidos políticos, son considerados notables y aunque hayan cometido delitos que afectan al sistema democrático, se ofenden si son llamados delincuentes.
De esta forma se han moldeado las políticas criminales para que las fiscalías –en su mayoría–, no persigan a las personas encopetadas. A veces porque les dicen a los fiscales que no pueden hacerlo y otras veces éstos evitan preventivamente meterse a ciertos laberintos para no poner en riesgo su trabajo. De esta forma vemos que armar un caso contra un influyente requiere de mucha determinación y de respaldo pues quienes lo hacen son sujetos a que les quiten los casos, los despidan, ataquen, les monten campañas difamatorias.
Abundan los ejemplos. Recientemente, le quitaron el caso al fiscal Eduardo Pantaleón, por plazas fantasma en el Instituto de la Víctima para proteger a la exdiputada y directora de esta institución, Alejandra Carrillo, y posiblemente a la misma fiscal general, quien es parte del Consejo del Instituto de la Víctima. A la FECI le retiraron el caso contra Leyla Lemus para no perjudicar al presidente, y así muchos más. Cuando la fiscal general ha sentido algún tipo de presión pública, suele publicar comunicados llenos de jerga jurídica anodina para justificar su protección institucional en favor de quienes reprimen, saquean al país o debilitan las instituciones cooptando cortes y adjudican contratos por compras relacionadas a la pandemia sin ninguna transparencia.
Cuando las campañas del sector privado tradicional alegan “selectividad en la justicia”, caen en un engaño facilón. La política criminal es en esencia selectiva. Cualquier Fiscalía en cualquier parte del mundo es incapaz de perseguir absolutamente todos los delitos. En la priorización de casos está el detalle. Ahí se decide si se persigue a los pobres (“la delincuencia de bagatela”) o a los financistas de campañas, a los criminales de guerra, a los corruptos y corruptores. En Guatemala es un atentado –ya vimos la campaña contra la CICIG, Thelma Aldana y Claudia Paz–, que un MP sea independiente del poder militar, económico y político. Esto supone el destierro y un somatón de mesa.
En la administración de Thelma Aldana, junto a la CICIG, la prioridad de la persecución penal se centró en los casos de la delincuencia económica organizada, dentro de la cual está la gran corrupción, sin dejar de lado los crímenes de las graves violaciones a derechos humanos, lo cual fue una clara orientación político-criminal democrática, pues los escasos recursos se deben destinar a los casos más graves que atentan contra los bienes más preciados de un Estado.
Por el contrario, la administración actual ha revertido esta orientación y ha dirigido su trabajo hacia la persecución de los delitos que no representan ningún riesgo para esa gran delincuencia económica organizada y para que el sistema de corrupción no se toque. Con este enfoque, la actual fiscal general envía un mensaje muy peligroso: de que el MP es cómplice de un modelo discriminatorio de selectividad de la criminalidad que se centra solamente en los sectores que no tienen ni cobertura política, económica, ni social.
Esta condena contra Reyes nos confirma, en este hecho concreto, la prioridad del MP, ya que ningún caso ha avanzado contra los policías que dispararon sin piedad a los manifestantes. Gendri Reyes goza de total impunidad a pesar de que se han presentado denuncias en su contra. La fiscal general es el mejor escudo protector del status quo, por eso están tan cómodos con ella y hasta premios le dan.
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