Por Haroldo Sánchez
Las fincas se movían antes en torno al capataz. Se trataba de un empleado, que en la mayoría de veces, se creía el dueño de la finca. En la realidad de ese entorno, tenía un inmenso poder. Él decidía qué se hacía y cómo se hacía. A qué hora y donde. Nadie le podía contradecir porque podía perder no solo el trabajo, sino la vida. Decidía quién trabajaba y dónde. Era, muchas veces, un verdadero dictador. Su poder trascendía más allá del propio patrón, que decidía dejar en sus manos el manejo de su finca. Era la dictadura del capataz. Y nadie se salvaba de ella.
Hoy esa figura ya no existe más. Los tiempos cambiaron y ahora en las fincas ese ser nefasto ya no existe, pero lo encontramos en la mentalidad de más de uno de los políticos que llegan al poder, que se sienten los capataces de la finca que creen es Guatemala.
Si bien aquí pintamos a un personaje duro, insensible, malo y miserable, la palabra como tal encierra otro significado que vale la pena conocer: Capataz: persona que tiene por oficio dirigir, vigilar a un grupo de trabajadores. Persona que se encarga del cultivo y administración de una hacienda o explotación agrícola o ganadera. Los capataces organizan los procesos y cómo se van a llevar a cabo los trabajos de obra encomendados. En su mano está el control y seguimiento de dichos trabajos, garantizando que se ejecutarán.
Esta figura de capataz de finca, parece encantar a los gobernantes, a los diputados, a los alcaldes y más de un empresario. Sin olvidar a jueces, a fiscales e incluso, a policías y militares. Todos se sienten el capataz de la finca llamada Guatemala. Bajo esa óptica se mueven aquellos que hoy tienen el poder efímero que les da el tener un cargo público que les permite ejercer control sobre las áreas de influencia donde se mueven y representan lo peor de sus funciones.
Es casi una costumbre ver que, desde la presidencia, quien llega allí se siente por encima del bien y del mal. Se enrosca en una nebulosa que los separa de la realidad que se vive fuera de Casa Presidencial. Es como si el presidente vive en un paraíso donde los problemas del resto de la sociedad le son ajenos. Es que estos políticos sufren una transformación, como si la silla presidencial estuviera maldita. Cambian de la noche a la mañana, o a lo mejor, siempre fueron así y hasta que su función se hace pública, se demuestra realmente de qué están hecho.
Los políticos antes de ser electos, son cercanos a la ciudadanía. Amigables. Andan de abrazos y de besos con las personas. Cargan a los niños y saludan como todo fueran sus viejos amigos. Prometen que cuando lleguen al poder, cambiarán Guatemala. Que combatirán la corrupción y que harán un gobierno diferente. Incluso, que meterán preso al presidente cuando acabe su mandato y ocultan que los mandatarios nomás entregan la banda presidencial, corren al Parlamento Centroamericano para obtener impunidad…
Es casi una costumbre que un político guatemalteco tarde años en llegar al poder. Algunos hasta 20 años… Pero es que tienen suficiente aguante para darle elección tras elección. Suben del puesto 21 hasta quedar entre los 5 primeros, y luego, años después, quedan en segundo lugar y eso los hace finalmente ganar en la siguiente elección. Es casi por cansancio. Pero llegan. Han visitado todo el país. Estrechado la mano de miles de personas en todos los departamentos (luego se lavan las manos con alcohol, no vaya a ser…). El único y gran problema es que callan que todos esos años como eternos candidatos, jamás trabajaron, y que se dedicaron en cuerpo y alma a la política, sobreviviendo a través de la economía de amigos y financistas. Y no importa si pasaron de partido en partido, cambiándose de agrupación política como se cambian de ropa.
Pero que llegan, llegan. Así que, ya instalados en el poder, algo ocurre en esos despachos presidenciales. Se rodean de una rosca impenetrable: amigos, miembros del partido, y de familiares. Arman sus equipos con gente a quien le deben muchísimo, pero muchísimo dinero. Los compromisos de esos años de campaña son una loza tan pesada que no pueden hacer absolutamente nada para librarse de ella. Por fidelidad. O por compromisos tan complicados que los atan durante los cuatro años que dura su mandato.
Nomás se saben ganadores, forman los equipos donde ponen a quienes los financiaron o bien a sus representantes para devolverles el dinero aportado. Y en los cuatro años, sacan el doble o el triple de lo que pudieron invertir en la carrera del político que llega a gobernar. Es un compromiso ineludible. Es una relación que está fundida por el compromiso de devolver la inversión que hicieron a favor del político ganador.
Es evidente que el presidente con el paso de los días, las semanas, y los meses, pierde el rumbo, el control de su propio gobierno. Las decisiones que tome estarán supeditadas a cumplir con las promesas realizadas a los miembros de su partido, a los ministros y los diputados. Ah, y sus amigos y los financistas. Y opta por alejarse del calor de la gente. Su poder se hizo polvo con el paso del tiempo y ahora son otros los que realmente mandan. Cada ministro se convierte en un pequeño capataz. Los diputados hacen y deshacen a su antojo al tener el sartén por el mango.
Y de pronto: el país es una finca particular, ya no solo del mandatario sino de todos los que le rodean. Y esto es como una cascada: cada quien en la administración pública decida a su sabor y antojo lo que se hace en sus dependencias. El presidente jamás llegará a contarles las costillas, tiene muchos problemas que resolver, aunque al final no resuelve nada porque todo se lo deja a los pequeños capataces que puso para controlar el ejercicio gubernamental.
Cuando fui el director general del Noticiero Guatevisión (2002-2018), y en la noche de las elecciones, poco después del triunfo Oscar Berger, Álvaro Colón, Otto Pérez Molina y Jimmy Morales llegaron hasta el noticiero. Antes de la entrevista, a cada uno de ellos les pedí con claridad que gobernaran por el bien de los guatemaltecos y que esperaba que sus cuatro años estuvieran dedicados a darle lo mejor al país.
Los cuatro dijeron que esa era su misión, su objetivo, su meta. Más de uno de ellos afirmó que quería ser recordado como el mejor presidente del país. Está demás decir que Guatemala sigue peor que cuando llegaron. Estuvieron, se fueron y dejaron una nación devastada y sumida en la miseria, la pobreza, la desnutrición, la destrucción de la salud pública, de la educación pública, el desempleo, la violencia, y la corrupción, y un sin fin de etc. etc., de males sempiternos.
Cada uno de estos personajes fue un capataz de la finca en que convirtieron al país. Sus presidencias no son recordadas por la obra, por el trabajo, por la herencia de desarrollo y bienestar entre la población. La vida de cada uno de ellos, nunca fue la misma que cuando llegaron al poder: salieron con muchos números en sus cuentas personales y ya no se preocuparon más por solucionar las condiciones de la población, y algunos tienen juicios pendientes e incluso, uno está en la cárcel.
Guatemala no es una finca. Nunca lo ha sido. Pero los políticos y algunas personas de los grupos de poder, siempre lo han creído. El gran problema es que la sociedad se ha acomodado a ver la realidad política como algo normal y se acepta, hasta hoy, que políticos sin más visión que la propia, lleguen a la presidencia. La historia del país está llena de presidentes como los mencionados, pasando por militares y algunos civiles que, desde el siglo pasado, hicieron de esta hermosa nación, su finca particular. Con el paso de los años, todo cambió, para que nada evolucionara.