Por Haroldo Sánchez
A finales de los años 70, en un viaje periodístico por el Triángulo Ixil, Quiché, encontré una iglesia católica quemada; en el fondo del antiguo recinto religioso, en una pared sobresalía una enorme cruz que resplandecía por los rayos del sol que penetraban entre los restos chamuscados de la madera que antes sostenía las láminas. Me acerqué para ver de cerca la cruz y descubrí que estaba formada por pequeños cuadros de colores que contenían los nombres y apellidos de los cientos de vecinos asesinados en las aldeas cercanas. Era un homenaje de los sobrevivientes hacia las víctimas para que nunca se olvidara su presencia.
¿Qué es una ejecución extrajudicial?, preguntó una mujer, que explicó que el ejército la había obligado a meterle la bayoneta al cadáver de su esposo. “Eso es un acto de lesa humanidad”, fue la respuesta que escuchó. El testimonio golpeó duro en la conciencia. Los ojos se llenaron de lágrimas rebeldes, que hicieron borrosa la imagen. Todo lo dicho por Ronalth Ochaeta, en el documental presentado por HBO, “The Art of Political Murder” (El arte del asesinato político), conmociona de nuevo. La adaptación del libro de Francisco Goldman, con George Clooney como uno de sus productores, trata de la muerte violenta de Monseñor Juan José Gerardi Conadera (76 años), que nos retrocedió hacía un pasado, tan presente, que su mensaje sigue vigente a pesar del tiempo.
Gerardi, junto a Monseñor Rodolfo Quezada Toruño, formaron parte de la Comisión Nacional de Reconciliación (1988), desde donde crearon la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHA), que se encargó del proyecto Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI), donde a través de testimonios documentaron los crímenes en contra de la población civil, sobre todo, de comunidades indígenas.
El REMHI fue dirigido personalmente por Monseñor Gerardi, y con la participación de varios jóvenes profesionales de las ciencias sociales, quienes trabajaron para recuperar la memoria histórica durante el conflicto armado interno, luego de la firma de los Acuerdos de Paz (1996). El 24 de abril de 1998, dos días antes de ser asesinado Gerardi, se presentaron los cuatro tomos de “Guatemala: nunca más”.
El día que se hizo público este documento, Monseñor Próspero Penados del Barrio, Arzobispo Primado de Guatemala, en sus palabras a la Conferencia Episcopal, con todos los obispos de Guatemala presentes, afirmó: Esta guerra en que se torturó, se asesinó y se hizo desaparecer comunidades enteras que se vieron aterradas e indefensas en ese fuego cruzado, en que se destruyó la naturaleza (que en la cosmovisión de los indígenas es sagrada, la madre tierra), también barrió como un vendaval enloquecido lo más granado de la intelectualidad de Guatemala. El país se fue quedando huérfano de repente de ciudadanos valiosos cuya ausencia se deja sentir hasta nuestros días.
Al final de su presentación, Penados del Barri0, concluyó: Aunque con profunda congoja hemos conocido estos testimonios del hombre sufriente, recuerdo la imagen de Cristo de nuevo crucificado, no podemos menos de esperar que, abjurando de ese oscuro pasado de horror y con la firme determinación de reconstruir nuestro país, renazca de nuevo un clima de esperanza en donde la fraternidad, la solidaridad, la comprensión, el respeto a nuestros semejantes, la convivencia, el compartir los bienes, una conciencia clara y un propósito bien definido de que siendo todos hijos de Dios estamos obligados a construir una sociedad justa y solidaria. Con los pies en la tierra y los ojos en el cielo. Amén.
Durante las dos horas que dura el documental, las fibras más sensibles brotaron de la mayoría de televidentes, principalmente, en quienes han sufrido la dura realidad de Guatemala, con sus miles de asesinados, desaparecidos, mutilados, torturados y exiliados. Tiempos oscuros que, en esa época, permitieron ver la luz en hombres y mujeres que, sin miedo, enfrentaron una máquina perfecta de terror e impunidad, que mató sin piedad a los que les dio la gana, sin ningún tipo de remordimiento, ni justificación.
Oír los testimonios de defensores de los derechos humanos, de Helen Mack, de algunos de los ex miembros de la ODHA, del escritor guatemalteco-estadounidense Francisco Godman, de la periodista Claudia Méndez, del Fiscal Especial Leopoldo Zeissig (salió al exilio luego del juicio), y de ver la actitud asumida en ese momento por la jueza Jassmín Barrios, alienta a seguir adelante porque Guatemala sea el país donde se respete la vida y no sea más la selva donde a través de la violencia política, se trató de imponer que más valía callar y aceptar la represión como algo “normal”. Se promovió el temor para no protestar, y quien se atrevía podía terminar en un cementerio clandestino como XX. Una época sangrienta donde no había presos políticos, porque fue más fácil para el sistema eliminarlos y que no “contaminaran” a los presos comunes con sus ideas “exóticas”.
La forma tan cruel en que fue asesinado Monseñor Gerardi, a quien los militares consideraban “el cura de los guerrilleros”, fue la muestra de un salvajismo que encontró vía libre para bañar de sangre caminos, aldeas y ciudades. Con el pretexto de la política de la seguridad nacional, implementada en toda América Latina, se mató a “justos y pecadores”, sin ninguna distinción. No hay que olvidar que, en Guatemala, se empleó la violencia selectiva y luego la violencia indiscriminada, como política de Estado.
La primera forma de violencia, dirigida específicamente a quienes se consideraban “enemigos” del sistema, entre ellos a los involucrados en la defensa de los derechos humanos, al sindicalismo, la dirigencia magisterial y estudiantil. Obreros, profesionales, artistas, indígenas, catedráticos universitarios, campesinos, periodistas, monjas, sacerdotes católicos comprometidos con las comunidades, pagaron con su vida al no pensar como quería el sistema político imperante. La segunda, la violencia indiscriminada fue aún peor que la primera: se buscaba a familiares, amigos, conocidos, vecinos de quienes se consideraban “comunistas” y “simpatizantes de la subversión”, que pagaron con su vida ese supuesto acercamiento, y que buscaba generar temor para que nadie alzará su voz ante lo que ocurría y menos, que formara parte de los grupos alzados en armas.
Esas dos formas de violencia, la selectiva y la indiscriminada, llenaron de luto a miles de hogares, en las ciudades y el campo. Masacraron aldeas completas, en lo que se conoció como “tierra arrasada”. Sin distinción de edad, raza o sexo. Los testimonios crudos recogidos en los cuatro tomos del informe “Guatemala, nunca más”, señalan en sus páginas a elementos del ejército, algo que debió de llenar de vergüenza a los autores materiales, pero aún más, a los intelectuales. Lo que dice la historia es que en lugar de esa vergüenza, les produjo indignación al ser señalados de manera directa. Quienes dieron las ordenes y los que las ejecutaron, son los verdaderos responsables de las masacres y el genocidio en el país. algo que no se puede negar, porque está escrito en las páginas más terribles de la historia nacional.
En pleno siglo XXI, con gobiernos electos “democráticamente”, con el fantasma de la guerra fría en el baúl de los recuerdos más tenebrosos, la pregunta es: ¿Qué cambió en Guatemala, luego del asesinato de Gerardi? La respuesta es: casi nada. Terminó la guerra armada interna, pero las razones que provocaron ese enfrentamiento, siguen presentes. La pobreza, la exclusión, la explotación, el desempleo, la falta de oportunidades laborales, los derechos a educación, salud pública, alimentación, vivienda, seguridad y respeto por la vida, son aún inalcanzables para una gran mayoría.
Al día de hoy, como en la época del conflicto armado, es fácil desacreditar a una parte de los defensores de los derechos humanos, del medio ambiente, de líderes indígenas, dirigentes de la sociedad civil, y de periodistas independientes, acusándolos de izquierdistas y de comunistas. Sigue la muerte de activistas sociales, de líderes campesinos y de periodistas. Esa parte continúa siendo una práctica terrible, a lo que se añade el despojo de territorios ocupados por comunidades indígenas y campesinas.
Guatemala tiene en la actualidad a otros actores:políticos corruptos, mafias incrustadas en el Estado, y el narcotráfico metido en todas las esferas de la sociedad. Hace pocos días, el diario español El País, en una amplia investigación periodística sobre el tráfico de cocaína, afirmaba que el narcotráfico es una industria mundial que tiene muy clara la forma de invadir a las naciones del mundo: primero, logra alianzas con la policía, luego con el ejercito y finalmente, con los políticos. Esto lo denuncia uno de los medios más prestigiosos del mundo y se puede comprobar también en Guatemala.
El documental de Gerardi, obliga a tener esta reflexión en torno al país. Esa lucha, esa entrega del arzobispo, en la defensa de los más pobres y desposeídos, en la búsqueda de la verdad y su vocación por los habitantes de las comunidades y pueblos indígenas, le llevó a ser considerado un cura comunista, como siguen proclamando los enemigos de la democracia y del combate a la corrupción y la impunidad.
Gerardi sigue presente en la lucha del pueblo y en el espíritu de todos los que buscan el camino de la libertad, la justicia social y la verdad. En eso reside la fuerza de este trabajo presentado por HBO, que debe ser visto por quienes vivieron esa época, pero, sobre todo, las nuevas generaciones; que como bien dijo en un twitter Sergio Morataya, estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad de San Carlos, luego de ver “El arte del asesinato político”: Aprendí más en un documental, que en el curso de Historia de Guatemala en la universidad.