POR ALEX PAPADOVASSILAKIS, InSight Crime
Atascado en el incesante tráfico matutino de Ciudad de Guatemala, un pequeño equipo de investigadores del gobierno comenzó a temer que hubieran perdido a su sospechoso.
Llevaban meses siguiéndolo, oyendo sus llamadas y persiguiendo su Audi negro por toda la ciudad. Ese día, el 5 de noviembre de 2014, sus labores de inteligencia les indicaron que este se dirigía a una reunión crucial para cerrar un trato por una coima de más de US$2 millones.
El sujeto era Otto Molina Stalling, para entonces asesor de la división financiera del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social. Conocido en el país por sus siglas, “IGSS”, es el ente estatal que maneja los servicios de salud y pensiones de más de un millón de guatemaltecos. Por su tamaño y variado portafolio, el IGSS se había convertido en una madriguera de corrupción, y los investigadores tenían la hipótesis de que Molina Stalling seguía esa tradición.
*Esta investigación examina un polémico acuerdo entre una importante empresa farmacéutica y el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS). Tras dicho acuerdo, docenas de pacientes renales murieron y muchos más adquirieron infecciones. El caso finalmente llegó a las altas cortes del país, donde los implicados en el caso habían comprado lo que algunos describieron como una póliza de seguro que los blindaría para que nunca fueran enjuiciados.
Pero era un objetivo complicado. A Molina Stalling se le había vuelto costumbre escapar de los investigadores, por ejemplo, entrando y saliendo de los parqueaderos de centros comerciales. Y ahora, oculto en el denso tráfico, se perdía de nuevo.
Afortunadamente, por la interceptación de las conversaciones telefónicas, el equipo sabía que se dirigía a un lugar llamado “Zürich” —posiblemente la Pastelería Zürich, una apacible chocolatería suiza en uno de los sectores más exclusivos de Ciudad de Guatemala.
El equipo se dirigió hacia el café, y después de una frenética búsqueda, encontraron el Audi de Molina Stalling estacionado afuera.
Dentro, mientras varias personas mayores sorbían café y comían hojaldre contra un fondo de muro de piedra y decoración en madera rústica, los investigadores tomaron una mesa. Desde allí, observaron y tomaron fotografías del asesor del IGSS, quien estaba sentado en una esquina discreta. Pronto llegaron otras dos personas. Los investigadores identificaron posteriormente a uno de ellos como un empresario representante de una empresa llamada Droguería Pisa de Guatemala (DPG)— subsidiaria del gigante farmacéutico del mismo nombre.
Pisa quería ganar un jugoso contrato con el IGSS, por valor de unos US$15,3 millones, y los investigadores creían que habían concertado esa reunión para negociar una generosa comisión y así finalizar ese contrato.
Aunque estaban dentro del café, el equipo de vigilancia no pudo oír lo que se habló esa mañana. Pero pocas horas después de la entrevista, verificaron el registro contractual estatal de Guatemala y vieron que la junta directiva del IGSS había aprobado la decisión de otorgar su contrato a Pisa.
Para los investigadores, el insólito momento olía a otra olla podrida aprobada por un Instituto de Seguridad Social por largo tiempo infestado de corrupción. Pero de lo que no tenían idea era de los extremos a los que llegaría la red para protegerse. Y lo que no podían ver era que a su paso dejarían un rastro de cadáveres.
IGSS: El «departamento de caja menor»
Es difícil entender cómo y por qué un asesor de gobierno de bajo nivel como Molina Stalling podía haber terminado, según hacen notar los investigadores, negociando un multimillonario soborno en nombre del gobierno sin antes entender el monstruo que es el IGSS.
Fundado en 1946 a instancias del primer presidente elegido por vía democrática en Guatemala, el doctor Juan José Arévalo, el IGSS se creó para garantizar el acceso de la población general a la seguridad social en todos los rincones del país. Actualmente, ofrece atención en salud, pensiones y compensaciones a más de un millón de trabajadores guatemaltecos, cuyos salarios permiten financiar un presupuesto colosal en el orden de los miles de millones de dólares.
Son estos importantes recursos y la necesidad constante de repartir lucrativos contratos entre los proveedores de servicios de salud lo que ha ido transformando al IGSS en algo que los observadores de la corrupción llaman el departamento de “caja menor”. En otras palabras, es un instrumento de compra de favores políticos a otros funcionarios de gobierno, políticos, autoridades judiciales y élites económicas, mediante la concesión de jugosos contratos, empleos o promesas de ambos en el futuro inmediato.
Por esta influencia, las cabezas del IGSS se han convertido en importantes actores políticos, muchos provenientes de una élite social que por décadas ha estado exenta de un escrutinio riguroso. Pero el abrumador número de contratos que se reparten cada año también abre la puerta para que operadores de bajo nivel, como Molina Stalling, entren al juego.
Con apuestas tan altas, no es coincidencia que la junta directiva del IGSS —un panel de seis miembros, que es la instancia final contra el mal servicio— esté conformada consistentemente por representantes de las élites políticas y económicas de Guatemala, junto con profesionales de la medicina altamente calificados.
En 2014, cuando se otorgó a Pisa su contrato por US$15,3 millones con el IGSS, la junta directiva estaba dirigida por un poderoso exoficial del ejército, ahora empresario y político, llamado Juan de Dios de la Cruz Rodríguez López.
Este llegó a ser presidente del IGSS en 2013, después de haber fungido como secretario privado del entonces presidente Otto Pérez Molina (2012-2015), una alianza política forjada durante el tiempo que compartieron en el cuerpo élite de la inteligencia del ejército de Guatemala.
Era la mano derecha del presidente y había llegado al cargo mayor del IGSS luego de que Pérez Molina destituyó, levantando controversia, al director de turno en el IGSS. El presidente se apresuró a confiar a su aliado Rodríguez la tarea de “limpiar la corrupción” en el Instituto de Seguridad Social. Por el contrario, Rodríguez lo llenó de aliados: contrató más de 300 asesores, incluyendo funcionarios con nexos de corrupción y los hijos de destacados funcionarios de gobierno, uno de los cuales era Molina Stalling.
La junta directiva también incluía a miembros de la élite económica, como Julio Suárez, entonces presidente del Banco Nacional de Guatemala, y Max Quirin, acaudalado empresario y miembro de la cámara de comercio más importante del país, el llamado Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF).
Quirin no era novato en cargos públicos de alto nivel. Antes había servido en la junta monetaria del Banco de Guatemala y más adelante en la junta directiva del IGSS, primero como delegado del banco y posteriormente como nominado por la CACIF para hablar en representación del influyente sector privado del país.
También estaban Jesús Arnulfo Oliva Leal, exdecano de medicina de la Universidad de San Carlos (USAC). Este es el centro de estudios superiores más grande y antiguo de Guatemala, y ejerce una influencia enorme en la política. A ellos se sumaba otro médico, Erwin Raúl Castañeda Pineda, en representación del Colegio de Medicos y Cirujanos de Guatemala, y se completaba con Julia Amparo Lotán Garzona, como delegada de los trabajadores.
Esta estructura está diseñada para garantizar que el importante gasto del IGSS esté guiado con la mayor competencia médica y administrativa con la que Guatemala pueda contar. Pero con Rodríguez a cargo y la contratación de Molina Stalling en junio de 2013, no pasaría mucho para que las cosas se salieran de su rumbo.
La conexión madre-hijo
Otto Molina Stalling era auditor de oficio. Un joven profesional ambicioso de figura delgada y cabello negro bien arreglado, tenía debilidad por los autos costosos, lo que al parecer no concordaba mucho con su servicio dentro del gobierno. Molina Stalling se labró una carrera en la administración pública antes de llegar al IGSS, entre ellos dos periodos en el organismo responsable de comunicar el riesgo de posibles gastos indebidos de las cuentas del gobierno.
Parte de su fortuna podía explicarse en el hecho de que procedía de una familia poderosa. Su padre, Julio Molina Avilés, fue coronel del ejército y también fungió como ministro de salud en el gobierno del expresidente Alfonso Portillo (2000-2004). Su madre, Blanca Stalling Dávila, era una influyente magistrada en el Tribunal Supremo, con conexiones con políticos de alto nivel y fuertes nexos con los militares.
Una de esas conexiones era el presidente de la junta directiva del IGSS, Juan de Dios Rodríguez. En 2014, ambos supuestamente participaron en un turbio complot para llenar las altas cortes de Guatemala de jueces leales al oficialista Partido Patriota (PP) y sus aliados políticos, según una investigación del Ministerio Público e informes de los medios. Rodríguez fue uno de los principales operadores del PP en ese entramado, y Blanca Stalling fue una de sus presuntas beneficiarias, quien luego terminó en el Tribunal Supremo.
Esa conexión puede haber incidido en la llegada de Molina Stalling al IGSS. En entrevista con Plaza Pública en 2014, Blanca Stalling declaró que su hijo conoció a Rodríguez cuando aún trabajaba en una oficina contable del gobierno y que posteriormente el presidente de la junta directiva del IGSS le ofreció un empleo allí. Pero reiteró que la relación de él con Rodríguez comenzó después de que Molina Stalling inició su trabajo. En una entrevista con InSight Crime años después, Rodríguez restó importancia a cualquier conexión con Molina Stalling, diciendo que no lo conocía antes de su llegada al IGSS.
Atendiendo a su experiencia previa, Molina Stalling fue contratado como asesor en la división financiera de IGSS, departamento que supervisaba el gasto del presupuesto en el Instituto de Seguridad Social. Pese a recibir un salario relativamente decente —unos US$4.000 mensuales, según Nómada— su posición no le daba ninguna autoridad para influir en las licitaciones del IGSS.
Pero una vez se instaló en su puesto, Molina Stalling comenzó a hacer seguimiento a varios contratos del IGSS. Usando una libreta de notas que luego confiscaron las autoridades, apuntaba números de referencias y los nombres de múltiples proveedores que terminaban ganando las licitaciones públicas.
Ese hallazgo puede explicar por qué el interés de Molina Stalling en Pisa, una firma que aspiraba a ganar un contrato para proveer un tratamiento renal conocido como diálisis peritoneal a 530 pacientes del IGSS.
La empresa ya había ganado otros contratos con el gobierno, en su mayoría para el suministro de medicamentos, pero nunca para tratamientos renales. Un procedimiento extremadamente delicado que requiere estricta higiene, bien sea que se realice en casa o en una clínica, la diálisis peritoneal emplea varias soluciones distintas y tubos insertados en la cavidad abdominal para retirar residuos de la sangre cuando los riñones ya no están en capacidad de hacerlo.
Para sortear el requerimiento, Pisa firmó un contrato particular con otra empresa llamada Medicina Corporativa, donde la primera en la práctica subcontrataba a la segunda como proveedor de las instalaciones físicas y el personal para llevar a cabo el tratamiento, según una investigación oficial posterior en el marco del caso.
El acuerdo, cerrado solo un día antes del plazo para presentar la oferta al IGSS y pese a que la subcontratación supuestamente estaba prohibida, según los términos de la licitación, llegaría a ser central para el caso contra los representantes del IGSS. Según dos investigadores del gobierno que trabajaron en el caso, eso le permitió a Pisa cumplir los requerimientos básicos de la licitación, al declarar infraestructura física que la empresa en realidad no poseía ni operaba directamente. De hecho, nunca se prestaron muchos de esos servicios, según declararon los investigadores a InSight Crime, lo que significa que muchos pacientes que pudieran presentar complicaciones encontrarían poca o ninguna ayuda al recurrir a Pisa.
Por su parte, Pisa nunca enfrentó cuestiones relativas al contrato. Y antes de la publicación de esta serie, Pisa, refiriéndose a sí misma por su sigla DPG, envió a InSight Crime una respuesta detallada sobre los cargos, declarando, en resumen, que era el único de los dos licitadores que «cumplió a cabalidad con las bases de la licitación», y que «toda la contratación por parte de DPG para la prestación integral de sus servicios fue absolutamente legal».
Sin embargo, los investigadores hallaron que la junta directiva del IGSS y otra junta responsable de la revisión de las ofertas del contrato no alertaron sobre las presuntas limitaciones de Pisa. La atribución precisa de responsabilidades llegaría a ser luego la manzana de la discordia, pues algunos miembros de la junta directiva, como Juan de Dios Rodríguez y Max Quirin, negaron con vehemencia que los directores del IGSS debieran responder por la verificación de la capacidad técnica de las empresas proponentes para contratos estatales con el Instituto de Seguridad Social.
Aun así, a comienzos de octubre de 2014, Pisa ganó la licitación. Pero para frustración de la firma, la empresa que salió vencida anunció que apelaría la decisión; había señalado la subcontratación contenciosa en la oferta de Pisa y alegaba que no había evidencia fehaciente de que la empresa poseyera la infraestructura necesaria para satisfacer los requerimientos básicos de la oferta. Más aún, el contrato aún debía ser aprobado por la junta directiva del IGSS. Pisa necesitaba otro empujón para cruzar la meta.
Una fiesta y un contrato
Más tarde ese mismo mes, el 31 de octubre, en la que podría ser la primera vez que Molina Stalling oyó hablar de la licitación, se encontraba en una fiesta de graduación, donde habló con un nefrólogo del IGSS que al parecer tenía conocimiento del problema de Pisa.
“Entonces ahí pasamos platicando de unos proyectos [con un médico y] me estaba contando que Pisa ganó un evento de hemodiálisis peritoneal”, le djo Molina Stalling a un cómplice en una llamada telefónica interceptada pocas horas después de la fiesta de graduación. “Pero que no se los han adjudicado todavía […] por un amparo”.
Ese cómplice era Herbert García-Granados Reyes, operador externo al IGSS, pero que supuestamente tenía conexiones privilegiadas con los directivos de Pisa. La semana que siguió a la fiesta de graduación, ambos intercambiaron llamadas frecuentes con el objetivo de invitar a Pisa a asegurar el contrato pagando una considerable comisión de más de US$2 millones, según los investigadores del gobierno. InSight Crime intentó comunicarse con Molina Stalling para hacer comentarios, pero no recibió una respuesta del exasesor del IGSS, quien ha negado repetidamente que solicitó un soborno a Pisa.
Pero hacer eso requeriría ayuda adicional. Los investigadores señalan que el par necesitaba información privilegiada y la garantía desde dentro del IGSS de que las apelaciones no causarían problemas, y de que el contrato de Pisa tendría luz verde por parte de los funcionarios designados.
Con ese fin, Molina Stalling ya había hablado con el nefrólogo del IGSS desde la fiesta de graduación. Y, gracias a su madre, Molina Stalling también tenía línea directa con la cúpula de la jerarquía del IGSS.
Eso se dio por medio del exnotario y asesor legal de nombre Ricardo Grijalva. Este había trabajado para Blanca Stalling cuando ella dirigió el Instituto de la Defensa Pública Penal (IDPP). También era supuesto confidente de Juan de Dios Rodríguez, y ocasionalmente asistía a las reuniones de la junta directiva del IGSS en calidad de asesor, según un investigador del gobierno cercano al caso.
Una vez adentro del IGSS, Molina Stalling trabajó bajo las órdenes de Grijalva, como relató el mismo investigador a InSight Crime. Y cuando el asesor del IGSS necesitó información de la plana mayor del IGSS, al parecer recurría a Grijalva para conseguirla, según las comunicaciones interceptadas entre Molina Stalling y sus cómplices, como se compiló en una investigación del gobierno a la que tuvo acceso InSight Crime. Grijalva nunca fue acusado de ningún delito relacionado con las investigaciones sobre el contrato del IGSS con Pisa.
Molina Stalling tenía todo lo necesario para montar una coima, señalaron más adelante los investigadores. Y cuando se rechazaron las apelaciones contra la oferta, solo faltaba reunirse con Pisa en la Cafetería Zürich esa mañana de noviembre de 2014 para cerrar el trato
Cuando se cargó la decisión de la junta directiva del IGSS de dar luz verde al contrato con Pisa en el portal de contratación estatal de Guatemala, parecía que todo había salido según lo planeado. Así fue hasta que Pisa comenzó a administrar el tratamiento.
“Van a fallecer tarde o temprano”
Al verlo postrado en la cama de un hospital y casi sin fuerzas para hablar, Miriam Ramos supo que su esposo estaba muy grave.
“Dame un beso”, le dijo, “ya no aguanto más”.
Luego se giró y le dio la espalda, dejando a Miriam sin esperanza, sin más que hacer que dar la vuelta y salir del edificio.
Era el 1 de marzo de 2015, pocas semanas después de que Pisa comenzara a administrar la diálisis peritoneal a 530 pacientes del IGSS, incluido Gustavo Mota Ixtamer, de 55 años, esposo de Miriam y empleado municipal de una población pequeña en la parte alta de las montañas del sur de Guatemala.
Los problemas comenzaron de inmediato. El equipo que la empresa le dio a su esposo para remover los desechos de su sangre le había causado cólico. Pidieron ayuda a Pisa en Ciudad de Guatemala, pero les dijeron que su cuerpo debía acostumbrarse a los nuevos suministros. Poco convencidos, pero sin más alternativa, se regresaron a casa y su esposo se aguantó el dolor.
Pocos días después, con un dolor agudo en el estómago, Gustavo se dirigió a una misa en una iglesia cercana. Allí, se tomó una taza de té y comenzó a vomitar sin parar. Cuando Miriam llegó a recogerlo, era evidente que estaba muy enfermo.
Buscaron un lugar en un hospital de Ciudad de Guatemala. Pero les dijeron que no había cuartos. Las clínicas estaban llenas de pacientes renales que habían contraído infecciones después de usar los equipos de Pisa, algunos los pacientes extendidos en el suelo.
Para no dejarlo allí, trasladaron al esposo de Miriam a un hospital cerca de la costa Pacífica de Guatemala. El calor era insoportable. Peor todavía; el hospital no tenía especialistas que lo trataran y el dolor empeoraba.
Fue en ese momento que Miriam lo consoló y que Gustavo le dijo que no podía soportar más dolor. Pero minutos después de darle el beso de despedida ese día a su esposo, llamaron a Miriam del hospital para que regresara, pero cuando llegó, ya lo habían llevado a cuidados intensivos.
Al día siguiente, cuando pudo verlo de nuevo, estaba conectado a varios aparatos, que emitían pitidos y zumbaban a un ritmo continuo pero desconcertante. Para ese momento, ya Gustavo no podía hablar. Había sufrido un ataque al corazón, según le dijeron, y aunque lo estabilizaron, estaba luchando por su vida. Miriam no paraba de llorar.
De camino al hospital al día siguiente, la llamó un amigo. Su esposo acababa de morir. Se quedó sola con dos hijos de siete y doce años, quienes le preguntaban adónde se había ido su papá.
Su historia fue una de muchas que se acumularon como los pacientes en el hospital de Ciudad de Guatemala. Un número creciente de pacientes renales terminaban en cuidados intensivos o, peor, muertos.
Las denuncias por fallas en el tratamiento de los pacientes y sus familias también estaban empezando a inundar al Procurador de los Derechos Humanos (PDH), y motivaron la apertura de una investigación. Después de que el PDH inspeccionó las clínicas de Pisa en el centro de Ciudad de Guatemala, declaró que la empresa “no cuenta con las instalaciones, personal, equipos e insumos necesarios para atender a la totalidad de pacientes”, cuya salud habían sido contratados para cuidar.
Posteriormente, compilaron sus hallazgos en un informe irrecusable: las clínicas de Pisa eran demasiado pequeñas; la empresa no había contratado suficientes nefrólogos; los pacientes se quejaban de que los equipos recibidos para administrar el tratamiento en su casa no estaban esterilizados. Un paciente incluso encontró un insecto en la bolsa de diálisis sellada.
Lo peor era que los catéteres entregados por Pisa a los pacientes del IGSS no eran compatibles con los del anterior proveedor, lo que implicó que todos los pacientes tuvieron que pasar por el delicado proceso de cambiar los tubos que transferían las soluciones de entrada y salida de sus abdómenes, lo cual los dejó aún más expuestos a infecciones, según el PDH.
Los hallazgos contrastaban radicalmente con una investigación interna del IGSS, encomendada por la junta directiva a comienzos de 2015, que concluyó que el servicio prestado por Pisa era de hecho mejor que el del anterior proveedor, según el exmiembro de la junta directiva Max Quirin. Es más, en su carta a InSight Crime, Pisa dijo que una investigación posterior del Instituto Nacional de Ciencias Forenses de Guatemala, conocido por su acrónimo español INACIF, había determinado que: «En ningún momento hubo negligencia por parte de DPG ni de sus empleados en la prestación de sus servicios».
Pero para aquellos que estaban sufriendo después de los tratamientos, las pérdidas de vidas hablaban solas. Cuando el PDH publicó su informe en mayo de 2015, concluyó que las deficiencias de Pisa ya habían provocado infecciones en 57 pacientes del IGSS. También siete personas habían muerto en el corto tiempo en que Pisa estuvo suministrando el tratamiento, al parecer como «consecuencia del cambio en el proveedor de servicio que provocó las infecciones”, según el informe. Muchos pacientes estaban demasiado asustados para someterse al tratamiento que necesitaban para seguir vivos.
Ellos culpaban a Pisa, pero los directivos de la empresa no compartían esa opinión.
“Van a fallecer tarde o temprano”, justificó un portavoz de Pisa en entrevista con Nómada ese mismo mes.
Para ese momento, los pacientes renales con la salud suficiente se habían movilizado y protestado; acusaban al IGSS y a Pisa de homicidio culposo. Esa historia ya había acaparado titulares en todo el país y la indignación pública en aumento obligaría a dar un paso al frente a los investigadores de un caso abierto muchos meses atrás.
La investigación
La investigación sobre lo que llegaría a conocerse con el tiempo como el caso IGSS-Pisa se inició con un aviso y un número de teléfono. Se creía que un sujeto joven, de unos 35 a 40 años, “muy cercano al órgano de máxima jeraquía [del IGSS]” estaba contactando a posibles proveedores del IGSS y ofreciéndoles mover su influencia a cambio de coimas.
Esa información llegó a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), organismo judicial avalado por las Naciones Unidas, que trabajaba en coordinación con el Ministerio Público para combatir la corrupción en lo alto del gobierno.
En ese tiempo, la CICIG investigaba varios posibles casos de corrupción en el IGSS. Ahora, con la pista en la mano, sus investigadores decidieron halar un nuevo hilo.
No fue difícil saber a quién pertenecía el número de teléfono. Fue solo cuestión de hacer una rápida búsqueda en internet y hallaron el número de teléfono en el sitio web de intercambio comercial OLX junto al nombre “Otto Molina”. El mismo nombre y número que aparecía al lado de una camioneta Nissan a la venta en otro sitio. El número también aparecía en una solicitud de licitación pública con el nombre “Blanca Aída Stalling Dávila”.
Esa información era suficiente para solicitar que se interceptaran las llamadas del teléfono de Molina Stalling. Y unas semanas después, estaban escuchando cuando este mencionó por primera vez a Pisa con su socio García-Granados después de la fiesta de graduación a finales de octubre de 2014, pocas horas después de llamar a su madre a quejarse de que le habían hackeado el teléfono.
Su madre, siempre alerta, respondió del mismo modo.
“Tené cuidado de lo que hablas por ahí, Otto, no te vayan a agarrar como colaborador eficaz o como intermediario o algo”, le advirtió.
Molina Stalling, sin embargo, no siguió el consejo de su madre. En lugar de eso, procedió a compartir los intrincados detalles del contrato de Pisa por el teléfono, mientras los investigadores de la CICIG escuchaban y armaban su caso.
Pocas horas después de la fiesta de graduación, había contactado al confidente de su madre, Ricardo Grijalva, para pedirle detalles concretos sobre el contrato de diálisis peritoneal, según un informe que los investigadores de la CICIG compilaron posteriormente.
Unos días después, cuando el plan se ponía en marcha, escucharon cuando Molina Stalling y García-Granados hablaban de números por la comisión de Pisa.
“…ahorita tenemos que demostrar la seña [la comisión]… dígale que uno ya está confirmado […] que [por] la aceitada, verdad, pidámosle el quince”, dijo Molina Stalling.
– “OK, yo lo que había pensado era, había pensado, dieciséis”, replicó García-Granados.
Con base en esas cifras, la presunta coima equivaldría al 15 o 16 por ciento del valor total del contrato: unos US$2,4 millones. La CICIG conseguía más evidencia. Luego Molina Stalling y García-Granados compartieron por el teléfono la ubicación, fecha y hora de su reunión con Pisa.
– “Va, mañana los agarramos de los huevos, eso tenelo por seguro”, comentó García-Granados.
– «Va, OK, está bueno, pues”.
– “Vaya, papá, nueve y media, ¿verdad?»
– “Nueve y media. ¿En dónde?
– “En la Zürich”
Armados con esa información de inteligencia, el equipo de investigadores pasaría la mañana siguiente estacionado afuera de la residencia de Molina Stalling, esperando que su hombre saliera a la reunión en la cafetería Zürich.
Se habían dado cuenta de la coima y más adelante se toparían con un problema mucho mayor, a saber, que Pisa no contaba con el equipo y el personal médico suficientes para realizar el trabajo, como luego declararía el informe del PDH, los investigadores del gobierno y cientos de pacientes infectados
A medida que el número de pacientes infectados iba en aumento, también crecía la presión para que la CICIG avanzara en su caso. Y así, el 20 de mayo de 2015, las autoridades guatemaltecas arrestaron a toda la junta directiva del IGSS, junto con Molina Stalling y sus cómplices de la reunión en la Cafetería Zürich, los ejecutivos de Pisa y un selecto grupo de otros empleados del IGSS involucrados en el otorgamiento del contrato. Unos días antes, después de la muerte de 13 pacientes renales en solo cinco meses, el IGSS anuló su contrato con Pisa.
La imagen de un resignado Molina Stalling esposado junto a un policía era una señal de que se había hundido. y que, por esta vez, el orden de cosas de la corrupción y la impunidad podían estar a punto de cambiar.
*Mattia Fossati contribuyó con reportería para este artículo.
*Esta investigación examina un polémico acuerdo entre una importante empresa farmacéutica y el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS). Tras dicho acuerdo, docenas de pacientes renales murieron y muchos más adquirieron infecciones. El caso finalmente llegó a las altas cortes del país, donde los implicados en el caso habían comprado lo que algunos describieron como una póliza de seguro que los blindaría para que nunca fueran enjuiciados.
Publicación original:https://es.insightcrime.org/investigaciones/tratamiento-fatal-pacientes-renales/