Editorial

Sueños rotos frente al espejo

5 Min de lectura

Por Haroldo Sánchez

El hombre se miró en el espejo. Contempló la figura que le devolvía el reflejo y sonrió satisfecho. Nunca pensó que ser Presidente le diera esa sensación de tan inmenso poder. Se creía invencible. Logró lo que tanto había soñado aquellas noches cuando planificaba lo que sería su futuro.

La mujer no dejaba de verse al espejo. Se sentía eufórica. Satisfecha. Feliz. Plena. Era la primera mujer que llegaba a ocupar uno de los cargos más importantes del país. Y supo, en ese instante, que tendría el mundo a sus pies.

Ambos, sin proponérselo habían quedado solos en las habitaciones del Gran Teatro. Originalmente eran los camerinos de los artistas que sufrían en carne propia el querer dejar algo a su país.

El hombre pensaba que después de llegar tan alto, ya podía morir tranquilo. Tenía buenos propósitos aunque lamentaba tantos compromisos adquiridos para hacer realidad sus sueños. No dudaba que tendría que devolver favores, pero eso formaba parte del éxito político.

La mujer se miraba el cuerpo de perfil. Se vio bella. Poderosa. Por su venas corría esa sensación de que nada ni nadie la iba a detener en su afán por transformar el país. Era su oportunidad de oro. Lejos quedaba la niñez y la adolescencia con su diaria lucha familiar por salir adelante. Había triunfado y eso se notaba en la imagen que le devolvía el espejo.


En un barrio de Santa Cruz del Quiché, el señor de la casa estaba contento. Había ganado la elección por la alcaldía. El diputado que volvió a ser reelecto por cuarta vez de manera consecutiva, le prometió que juntos harían una mancuerna eficaz y que, tomados de la mano, iban a cambiar sus vidas. Lo único que no entendía era por qué le había dicho que todas las obras de la alcaldía tendrían que hacerlas con la empresa del congresista.


El hombre aquel, en el Teatro Nacional, se sentía eufórico. Faltaban pocos minutos para ser juramentado Presidente de la República. Sentía hormigas por todo su ser. Era la emoción, seguro. Recordó cuando en el pueblo una noche de luna llena, esa que hace soñar, y suspirar mientras se ve esa esfera luminosa dominando el cielo estrellado, se dijo a sí mismo que sería un gran hombre y que su apellido sonaría por todo el universo.

La señora se arregló la falda. Lucía un traje importado de París. Traje sastre le llaman. Era de marca, exclusivo, elegante, único. En aquel momento tan esperado, solo un pensamiento le quitó por unos segundos su gran felicidad: nunca le gustó ser la segunda en nada. Ella se preparó para ser la primera y ahora tendría que decidir si ese era el papel que la estructura del Gobierno le designaría o bien, tener su propia estrategia para ser la persona que mandara en esa administración por estrenar. Se dijo con convicción, que la segunda opción era lo mejor para ella: ser la primera sin que nadie se diera cuenta.


Llegó al hospital desde las primeras horas de la mañana. Venía de San Raymundo. Desde hacía días no se sentía bien. Algo estaba pasando en su cuerpo. No era la edad. Tampoco la pobreza, se dijo, con resignación. Lo malo fue cuando el médico de turno le explicó que podría tener un cáncer y que por eso estaba perdiendo peso. Y tenía esos terribles dolores. Le puso una receta en las manos y le preguntó si creía en Dios, porque solo él podría salvarla. Ah, agregó rápidamente que medicina no había por el momento, pero que con el nuevo gobierno, estaba seguro que todo cambiaría.


Tocaron a la puerta. Le avisaron que tenía cinco minutos para salir. Se arregló la corbata y se imaginó la banda presidencial en su amplio pecho, donde sobresalían sus pectorales, producto de muchas horas de gimnasio. Se prometió que su nombre quedaría escrito por siempre en la historia de este país y que lo haría resonar por los cuatro costados de Guatemala, una nación tan necesitada de un hombre como él.

Ella no dejaba de verse en el espejo. Satisfecha, cada vez más, con lo que contemplaba reflejado. Aunque no tendría la banda presidencial en su pecho, sabía, estaba convencida, que eso no tendría la más mínima importancia. Era tan solo una insignificancia en relación a que sería ella, estaba segura, quién de verdad ejercería el poder sin importar absolutamente nada. Si llegó hasta allí era porque los pactos con Dios y con el Diablo, valieron la pena hacerlos. No ignoraba que tendría que pagar un costo, pero se volvió a repetir, que todo, todo valía la pena.


Los acarreados tenían varias horas de estar esperando en el Parque Central. Algunos venían por primera vez a la capital. Les darían comida en los tres tiempos, además de 200 quetzales. Era un paseo para ellos. La mayoría ni siquiera conocía al nuevo Presidente, ni siquiera la ciudad capital, pero no les importaba. Más miedo sentían del alcalde del pueblo y del diputado ese que se creía el rey, que los amenazaron con no darles ni comida ni dinero por ese viaje, sino aplaudían y agitaban esas banderas de colores que tenían en las manos.


El inmenso telón cayó en el Teatro. Los aplausos se habían extinguido. Ya nadie ocupaba los asientos. tan solo flotaba en el aire el aroma de miles de lociones y perfumes de fragancias diferentes, que se mezclaban con el aire cargado y espeso del Gran Teatro.

El hombre se miraba al espejo. Más canoso. Cansado. Panzón. Más calvo. Con grandes ojeras. Barbado. Descuidado. El espacio donde se movía, era reducido. Ya nadie le aplaudía, más bien lo insultaban. La cárcel era el peor tormento que podían darle. Lo único que había cumplido de sus sueños, era que su nombre fuera coreado por todos los pueblos, pero acusándolo de corrupto y ladrón. Ahora su única compañía era la tristeza… la soledad.


La señora, lo que más detestaba era no poder ir al salón de belleza, aunque cada semana llegaba hasta la prisión una estilista contratada por su familia para arreglarle el pelo, las uñas y ponerla bonita, aunque fuera para ir a los tribunales. Odiaba todo lo que la rodeaba, más odiaba que no se entendiera que había gobernado por el bien de todos. Esos ingratos que no reconocían su dedicación por los más pobres. Nadie la comprendía. Eso la enfermaba… y la frustraba.


La gente hablaba de esos gobernantes presos. Y cada quien a su manera, decía que no les molestaba que estuvieran en la cárcel para siempre, sino lo que realmente los tenía enojados, era que les hubieran robado sus sueños, sus ilusiones y que los mataran de hambre. Que ni siquiera tuvieran medicina en los hospitales, ni escuelas para sus hijos. Y que ellos, sus familiares y sus amigos se hicieran millonarios mientras los condenaban a la muerte por tanta pobreza. Todo eso, jamás se los perdonarían.

El enorme telón del teatro de la vida cayó sobre las tablas antes que los distintos actores agradecieran a su público. Nadie aplaudió. Ni una sola voz brotó de las gargantas que se quedaron mudas. Habían fallado, una vez más, aquellos que pensaban que podían utilizar el argumento de que llegaban para cambiar el destino de un país, cuando en realidad estaban atados de pies y manos ante su propia ambición y de quienes los utilizan para luego tirarlos al cesto de la basura. Aprendieron muy tarde, que los políticos como ellos, son una mercancía desechable y, lo peor, cambiable. Ahora otros ocuparían su lugar en la nueva obra, en el nuevo escenario donde se engaña y roba, mientras se permite que otros también lo hagan.

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