COVID-19La Mirada

PARIS BLUES

5 Min de lectura
Marlon Meza Teni

Hoy en el segmento la mirada: el músico, escritor y fotógrafo franco-guatemalteco Marlon Meza Teni, quien recibió en 2005 la beca «Découverte» del Centro Nacional del Libro de Francia. Galardonado en 2013 con la medalla del Senado de Francia por su trayectoria y su contribución a formar vínculos culturales entre Francia y Guatemala.


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Por: Marlon Meza Teni

Son casi las dos de la mañana. Empieza el segundo día de confinamiento en Francia, y nada me sorprendió más del primero que el silencio sepulcral de las calles y del edificio. El ronroneo de los carros en las ventanas desapareció por completo. Los gritos de la guardería no están más del lado de la cocina como si de repente los niños hubieran sido secuestrados por una nave extraterrestre.El silbido de un pájaro solitario y muy pequeño en el jardín me recuerda que estamos a las puertas de la primavera. Me desperté pasadas las doce del día. No logré conciliar el sueño sino hasta las siete de la mañana, alerta, ansioso, temeroso de pensar que el virus invisible se hubiera metido en mi departamento por el rincón menos pensado. Abrí los ojos cuando la luz del teléfono se encendió con un nuevo mensaje del gobierno y las indicaciones estrictas de algo que de pronto se asemeja a la privación de mi libertad, la misma de la que siempre me he jactado desde que llegué a Francia. Se trata de un decreto que en lo inmediato limita mis movimientos y me impide cualquier forma de sociabilidad con los demás ‘hasta nueva orden’ para evitar la propagación del virus. Un mandato que me recuerda la dictadura de Guatemala y el tonel de frijoles que mi mamá llenaba cuando surgía el rumor de un golpe de Estado. Pero esta vez se trata de un agente infeccioso en busca de células por donde replicarse. Leo en la pantalla de la computadora el documento con las directivas, un salvoconducto sin el cual ya no podré salir a la calle por algunos minutos sin correr el riesgo de que me pongan una multa por desobediencia a las consignas de la fase de alerta 3, y al estado de epidemia rápida declarada por el Presidente. Leo el intitulado. “Permiso de desplazamiento de excepción”. Lo imprimo y lo lleno… ‘El abajo firmante, Marlon Meza Teni, nacido en la siguiente fecha… y domiciliado en la siguiente dirección… declaro que mi desplazamiento está vinculado al siguiente motivo (marcar la casilla correspondiente), salida autorizada por el artículo primero del decreto del 16 de marzo de 2020 por la que se regulan los desplazamientos en el marco de la lucha contra la propagación del virus Covid-19… Pongo una equis en la casilla ‘desplazamiento para efectuar compras de primera necesidad en los establecimientos autorizados’. Llego al pie del documento. En la ciudad de París el día 17 de marzo de 2020… Firma.


Mi firma esta vez me parece un compromiso de sometimiento arrancado a mi voluntad, al que no estoy acostumbrado. Me pongo la chaqueta. Abro la puerta del edificio. Camino hasta la esquina. El boulevard está totalmente despoblado. No hay nadie en las calles del barrio. Voy a la farmacia en donde me espera un paquete. Por primera vez las farmacéuticas tienen puestas máscaras de protección. Se les nota agotadas. Salgo de ahí, atravieso la calle y me pasó a la panadería, de costumbre repleta y a la que  por primera vez descubro desierta. Las dos jóvenes que atienden también tienen máscaras de protección. Pregunto por la tercera,  pero ha sido despedida por un recorte súbito del personal. Ya no me ven ni me saludan como de costumbre porque el confinamiento de la víspera inauguró en todos la suposición, el recelo, y todos sospechamos de los demás porque todos somos susceptibles de vehicular el virus en cualquier gesto torpe; al saludar, al abrirnos la chaqueta y sacar la billetera, al extender la mano con el dinero, o al inclinar el cuerpo unos centímetros de más. De un tiempo para acá yo mismo dedico varios minutos de mi vida a desinfectar todo lo que puedo con un paño húmedo de alcohol cuando vuelvo a casa, desde las llaves hasta los interruptores de la luz que probablemente rocé antes de quitarme la ropa destinada para ir al exterior de casa. ‘Aléjese mientras paga’, me dijo el domingo el cajero del supermercado cuando le puse enfrente un frasco de mermelada y algunas botellas de agua encontradas en medio de las estanterías vacías.


 La chica de la panadería me da el pan y el cambio sin verme a la cara. En el suelo esta vez hay líneas que fijan con precisión los límites y el espacio de seguridad que deben respetar los clientes entre los empleados. A menos de dos metros la ansiedad nos acapara. No me he tardado más de diez minutos afuera pero estoy de nuevo camino a casa. Al llegar a la esquina veo por primera vez a un grupo de hombres vestidos de civil, todos tienen un brazalete anaranjado de la policía en el brazo izquierdo y caminan con cierta autoridad sobre la calle. Ignoro por qué pero busco testigos en alguna parte de algo que no ha sucedido. No encuentro a nadie en las ventanas de los edificios y los comercios están cerrados. La pizzería y los restaurantes tienen las persianas de metal abajo, y de pronto me siento como Stalker, el personaje de Andrei Tarkovski caminando en la Zona, y mi barrio no es sino un vasto no man’s land en donde probablemente también cayó un meteorito que dejó un ambiente de desolación. Me ven de pies a cabeza con el pan en la mano y la bolsa de la farmacia, y sin que me lo pidan sacó de la chaqueta mi permiso de desplazamiento de excepción, pero me dejan pasar al ver una hoja doblada en cuatro a la que sin duda empiezan a acostumbrase y les resulta cada vez más familiar.
Más adelante tienen detenida a una mujer africana a la que están explicando que no puede salir más a la calle sin ese salvoconducto oficial en donde debe declarar sus movimientos por el sector. En el lobby del edificio no hay un ruido, ni siquiera el perro del cuarto piso olfateando bajo la puerta, o la guitarra del estudiante del tercero. Cuando abro la puerta lo primero que veo en mi departamento son los libros que decidí leer durante el tiempo que dure el confinamiento, pero no tengo ánimo de abrirlos. Desinfecto como siempre todo lo que toqué y todo lo que traía entre las manos. Abro las ventanas, el aire es distinto, frío pero más fresco. Me siento frente al piano para cambiarme las ideas y durante algunos minutos toco el Aria de las variaciones Goldberg de Bach, que resuenan en las gradas y la calle. Cuando termino me levanto y desdoblo de nuevo mi  permiso de desplazamiento de excepción y lo leo varias veces como intentando metérmelo bien en la cabeza. Es la madrugada del 17 de marzo. En Francia hay 17,730 casos de infección y 75 personas muertas en los hospitales, y en ese momento ignoro que una semana después, el martes 24 de marzo, habrán 22,300 enfermos contaminados, 2,444 casos más que el día anterior; 1,100 decesos, de los cuales 240 tan solo en las últimas veinticuatro horas, y 2,116 personas en estado muy grave. Corto un pedazo de baguette y le unto un poco de mermelada. Lleno una botella de agua y riego las plantas de mi departamento. Me siento en el escritorio y escribo: Hoy fue el primer día de confinamiento. Un día de mucho silencio.
También había un pájaro en el jardín.                                                    

París 17, y  24 de marzo de 2020.

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